12 feb 2013

Tercer capitulo =)



Tengo veintitrés años y estoy sentado junto a Rocío Hale; o, más exactamente, ella está sentada a mi lado, porque ha entrado al aula después que yo y se ha deslizado como sin darle importancia por el banco hasta que nuestros muslos se han tocado, y luego se ha apartado ruborizándose, como si el contacto hubiera sido accidental.
Rocío es una de las cuatro únicas chicas del curso del 31 y su crueldad no conoce límites. He perdido la cuenta de las veces que he pensado «Dios mío, Dios mío, por fin me va a dejar que lo haga», para acabar encontrándome con un «Dios mío, ¿y quiere que pare ahora?».
Que yo sepa, soy el chico virgen más viejo sobre la faz de la Tierra. Por lo menos, nadie más de mi edad está dispuesto a admitirlo. Hasta mi compañero de cuarto, Simón, ha cantado victoria, aunque me inclino a creer que lo más cerca que ha estado de una mujer ha sido entre las tapas de una de sus revistas pornográficas. No hace mucho, uno de los chicos de mi equipo de fútbol le pagó a una mujer un cuarto de dólar para que les dejara hacerlo, uno tras otro, en la cuadra del ganado. Aunque tenía grandes esperanzas de librarme de mi virginidad en Cornell, no fui capaz de participar en aquello. Sencillamente no pude hacerlo.
Así que dentro de diez días, tras seis largos años de disecciones, castraciones, partos de yeguas y de meterles el brazo por el trasero a las vacas más veces de las que me gustaría recordar, me iré de Ithaca, acompañado de mi fiel sombra la Virginidad, para incorporarme a la consulta veterinaria de mi padre en Norwich.
Y aquí pueden ver ustedes la evidencia de un engrasamiento del intestino delgado distal dice el profesor Willard McGovern con una voz carente de inflexiones. Ayudándose de un puntero, señala sin entusiasmo los intestinos retorcidos de una cabra moteada muerta. Esto, unido a la inflamación de los ganglios linfáticos del mesenterio, indica un claro síndrome de...
La puerta se abre con un chirrido y McGovern se vuelve dejando el puntero aún hundido en el vientre del animal. El decano Wilkins entra en el aula apresuradamente y sube las escaleras de la tarima. Los dos hombres conversan tan cerca el uno del otro que sus frentes casi se tocan. McGovern escucha los nerviosos susurros de Wilkins y luego se gira para examinar las filas de estudiantes con expresión preocupada.
A mi alrededor, los estudiantes se agitan inquietos. Rocío me pilla mirándola y cruza una rodilla sobre la otra, estirándose la falda con dedos lánguidos. Yo trago saliva con esfuerzo y retiro la mirada.
—¿Peter Jankowski?
El lápiz se me cae del susto. Desaparece rodando bajo los pies de Rochi. Carraspeo y me levanto deprisa. Cincuenta y tantos pares de ojos se posan sobre mí.
—¿Sí, señor?
—¿Podemos hablar un momento?
Cierro el cuaderno y lo dejo sobre el banco. Rochi recoge mi lápiz y, al entregármelo, deja que sus dedos se queden pegados a los míos un instante. Salgo al pasillo golpeando rodillas y pisando pies. Los susurros me acompañan hasta el estrado del aula.
El decano Wilkins me mira fijamente.
Venga con nosotros dice.
He hecho algo, eso parece evidente.
Le sigo al pasillo. McGovern sale detrás de mí y cierra la puerta. Los dos permanecen en silencio durante un momento, con los brazos cruzados y gestos severos.
Mi cabeza repasa a toda máquina cada una de mis acciones más recientes. ¿Habrán registrado los dormitorios? ¿Habrán encontrado el licor de Simón... o puede que incluso las revistas? Dios mío, si me expulsan ahora mi padre me mata. Sin la menor duda. Por no hablar de lo que le afectaría a mi madre. Vale, puede que haya bebido un poco de whisky, pero no es lo mismo que si hubiera tenido algo que ver con el descalabro del ganado...
El decano Wilkins inspira profundamente, levanta sus ojos hacia los míos y me pone una mano en el hombro.
Hijo, ha habido un accidente breve pausa. Un accidente de coche otra pausa. Más larga en esta ocasión. Lo han sufrido tus padres.
Le miro, deseando que continúe.
—¿Les ha...? ¿Se van a...?
Lo siento, hijo. Fue un segundo. No  se pudo hacer nada por ellos.
Observo su cara atentamente, intentando sostenerle la mirada, pero es difícil porque se aleja de mí, adentrándose en un profundo y oscuro túnel. En mi visión periférica estallan estrellas.
—¿Te encuentras bien, hijo?
¿Qué? —¿Te encuentras bien?
De repente está otra vez enfrente de mí. Parpadeo y me pregunto a qué se refiere. ¿Cómo demonios me voy a encontrar bien? Entonces me doy cuenta de que me está preguntando si voy a llorar.
Se aclara la garganta y continúa:
Tienes que volver hoy mismo. Para hacer la identificación definitiva. Yo te llevaré a la estación.

Continuara =)

Aquí empezó la historia... por las dudas les aclaro que saltamos en el tiempo, este es Peter de joven =)
Chicas, me encantaría que me expliquen mejor el tema de la letra y eso, porque no entendí mucho.
Gracias!!! 
Hasta el próximo!!
Beso
Lu =)

P.d: No esta hermoso en esta foto???!!!



11 feb 2013

Segundo Capitulo =)


Todo el mundo, en todas las mesas, habla del circo. 
Las señoras charlan como colegialas, felizmente despreocupadas.
Están aquí hasta el domingo dice Doris. Billy se ha acercado a preguntarlo.
Sí, dos funciones el sábado y una el domingo. Randall y sus chicas me van a llevar mañana dice Norma. Se gira hacia mí—: Peter, ¿tú vas a ir?
Abro la boca para hablar, pero antes de que pueda hacerlo Doris interviene:
—¿Y habéis visto los caballos? De verdad, qué bonitos. Cuando yo era pequeña teníamos caballos. Ah, cómo me gustaba montar su mirada se pierde en la distancia, y por un instante me doy cuenta de lo hermosa que debió de ser de joven.
Y luego, unos días más tarde, llegaba el tren. Siempre al amanecer.
Mi padre nos llevaba a la estación a verles descargar. Dios mío, aquello merecía la pena verse. ¡Y luego venía el desfile! Y el olor de los cacahuetes tostados...
—¡Y de las garrapiñadas!
—¡Y de las manzanas con caramelo, los helados y la limonada!
—¡Y el serrín que se te metía por la nariz!
Yo les llevaba el agua a los elefantes dice McGuinty.
Dejo caer el tenedor y levanto la mirada. Es evidente que está henchido de orgullo y espera que las chicas se queden admiradas.
No es verdad digo.
Hay un momento de silencio.
—¿Cómo has dicho? pregunta.
Tú no les llevabas agua a los elefantes.
Por supuesto que sí.
De eso nada.
—¿Me estás llamando mentiroso? dice con lentitud.
Si dices que les llevabas agua a los elefantes, sí.
Las chicas me miran con la boca abierta. El corazón me late con fuerza. Sé que no debería hacer esto, pero no puedo controlarme.
—¡Cómo te atreves! McGuinty se aferra al borde de la mesa con sus manos sarmentosas. En sus antebrazos aparecen unos ligamentos tensos.
Escucha, amigo le digo. Llevo décadas oyendo a viejos mamarrachos como tú decir que han llevado agua a los elefantes, y ahora yo te digo que no es verdad.
—¿Viejo mamarracho? ¿Viejo mamarracho? McGuinty se levanta con esfuerzo y empuja su silla de ruedas hacia atrás. Me señala con un dedo nudoso y se desploma como si le hubiera derrumbado una carga de dinamita. Desaparece bajo el canto de la mesa con los ojos perplejos y la boca abierta.
—¡Enfermera! ¡Oh, enfermera! gritan las ancianas damas.
Se escucha el rumor familiar de las suelas de crepé y unos instantes después dos enfermeras levantan a McGuinty de los brazos. Él farfulla, haciendo débiles esfuerzos por liberarse de ellas.
Una tercera enfermera, una neumática chica negra vestida de rosa pálido, se planta delante de la mesa con las manos en las caderas.
—¿Qué demonios pasa aquí? pregunta.
Ese viejo H de P me ha llamado mentiroso dice McGuinty sólidamente reinstaurado en su silla. Se arregla la camisa, levanta la barbilla entrecana y cruza los brazos delante de sí—. Y viejo mamarracho.
Bah, estoy segura de que el señor Jankowski no quería decir eso dice la chica de rosa.
Sí que quería decir eso digo yo. Y lo es. Pfffff. Que les llevaba el agua a los elefantes... ¿Tienes la menor idea de la cantidad de agua que bebe un elefante?
Vaya, qué cosas dice Norma frunciendo los labios y sacudiendo la cabeza. Le aseguro que no entiendo lo que le ha dado, señor Jankowski.
Ah, vaya, vaya. O sea que así están las cosas.
—¡Es un escándalo! dice McGuinty inclinándose hacia Norma ahora que sabe que cuenta con el apoyo popular. ¡No sé por qué voy a tener que soportar que me llamen mentiroso!
Y viejo mamarracho le recuerdo.
—¡Señor Jankowski! exclama la chica negra levantando la voz. Se pone detrás de mí y quita los frenos a mi silla de ruedas. Me parece que tal vez debería pasar algún tiempo en su habitación. Hasta que se tranquilice.
—¡Espere un momento! grito mientras me aleja de la mesa y me empuja hacia la puerta. No necesito tranquilizarme. ¡Y además, no he comido!
Le llevaré su cena me dice desde atrás.
—¡No quiero cenar en mi cuarto! ¡Vuelva a llevarme al comedor! ¡No me puede hacer esto!
Pero parece que sí puede. Me empuja por el pasillo a la velocidad de la luz y gira bruscamente en mi habitación. Tira de los frenos con tanta fuerza que la silla entera tiembla.
Voy a volver digo mientras ella levanta los reposapiés.
Ni se le ocurra hacer tal cosa dice colocándomelos pies en el suelo.
—¡No es justo! digo elevando la voz hasta convertirla en un lamento. Llevo toda la vida sentándome a esa mesa. Él sólo lleva aquí tres semanas. ¿Por qué se pone todo el mundo de su lado?
Nadie se pone del lado de nadie se inclina hacia delante y coloca su hombro debajo del mío. Cuando me levanta, mi cabeza descansa muy cerca de la suya. Tiene el cabello desrizado con productos químicos y huele a flores. Al dejarme sentado en el borde de la cama los ojos me quedan justo a la altura de su pecho rosa pálido. Y de la chapa con su nombre.
Rosemary digo.
—¿Sí, señor Jankowski? dice ella.
—Él está mintiendo, ¿sabe?
Eso yo no lo sé. Y usted tampoco.
Pero yo sí que lo sé. Yo estuve en el circo.
Parpadea irritada.
—¿Qué quiere decir?
Dudo y me lo pienso mejor.
No tiene importancia digo.
—¿Trabajó usted en un circo?
Ya le he dicho que no tiene importancia.
Durante un instante hay un silencio incómodo.
El señor McGuinty podría haber resultado gravemente herido, ¿sabe? dice colocándome las piernas. Trabaja deprisa, con eficacia, pero sin llegar a resultar mecánica.
No lo creo. Los abogados son indestructibles.
Se me queda mirando un buen rato, observándome a mí como persona real. Por un momento me parece percibir en ella un resquicio. Luego vuelve a ponerse en marcha.
—¿Le llevará su familia al circo este fin de semana?
Sí, sí digo con cierto orgullo. Viene alguien todos los domingos. Como un reloj.
Desdobla una manta y me la coloca sobre las piernas.
—¿Quiere que le traiga la cena?
No digo.
Hay un silencio tenso. Me doy cuenta de que debería haber añadido «gracias», pero ya es demasiado tarde.
De acuerdo entonces dice. Volveré dentro de un rato a ver si necesita algo.
Ya. Sí, claro. Eso es lo que dicen siempre.
Pero, mira tú por dónde, aquí está.
Esto no se lo cuente a nadie dice mientras abre mi mesita plegable y me la pone sobre las piernas. Coloca en ella una servilleta de papel, un tenedor de plástico y un bol de fruta que tiene una pinta realmente apetitosa, con fresas, melón y manzana. La había traído para cenar. Estoy a dieta. ¿Le gusta la fruta, señor Jankowski?
Le contestaría, pero tengo la mano delante de la boca y estoy temblando. Manzana, por el amor de Dios.
Me da una palmada en la otra mano y sale del cuarto ignorando discretamente mis lágrimas.
Me meto un trozo de manzana en la boca y saboreo sus jugos. La lámpara fluorescente del techo arroja su áspera luz sobre mis dedos nudosos, que sacan trozos de fruta del bol. Me parecen de otro. Desde luego no pueden ser míos.
La edad es una ladrona implacable. Justo cuando empiezas a tomar el pulso a la vida te arranca la fuerza de las piernas y te encorva la espalda. Produce dolores y enturbia la cabeza y silenciosamente infesta a tu mujer de cáncer.
Metastásico, dijo el médico. Cuestión de semanas o meses. Pero mi amada era frágil como un pájaro. Murió nueve días más tarde. Después de sesenta y un años juntos, sencillamente agarró mi mano y expiró.
Aunque hay veces que daría cualquier cosa por tenerla aquí de nuevo, me alegro de que se fuera la primera.
Perderla fue como si me partieran por la mitad. Ése fue el momento en que todo acabó para mí, y no me habría gustado que ella hubiera pasado por esa situación. Ser el que sobrevive es una cagada.
Antes pensaba que prefería envejecer a la alternativa, pero ahora no estoy tan seguro. A veces la monotonía del bingo, los karaokes y los ancianos polvorientos aparcados en el pasillo en sus sillas de ruedas me hacen desear la muerte. Sobre todo cuando recuerdo que yo soy uno de los ancianos polvorientos archivado como una especie de trasto inservible.
Pero no hay nada que hacer. Lo único que puedo hacer es pasar el rato hasta que llegue lo inevitable, observando cómo los fantasmas de mi pasado deambulan por mi presente inane. Se mueven a sus anchas y se sienten como en su casa, básicamente porque no tienen competencia. He dejado de luchar contra ellos.
En este mismo momento están haciendo lo que quieren.
Poneos cómodos, chicos. Quedaos un rato. Oh, lo siento... Veo que ya lo habéis hecho.
Malditos fantasmas.

Continuara =)

Bueno en el próximo capitulo empieza lo verdadera historia, les cuento que va a saltar en el tiempo, cuando vean esta foto, es cuando vuelve al "presente" digamos