Todo el mundo, en todas las mesas, habla del
circo.
Las señoras charlan como colegialas, felizmente
despreocupadas.
—Están aquí hasta el domingo —dice Doris—. Billy se ha acercado a preguntarlo.
—Sí, dos funciones el sábado y una el domingo. Randall y sus
chicas me van a llevar mañana —dice Norma. Se gira hacia mí—: Peter, ¿tú vas a ir?
Abro la boca para hablar, pero antes de que pueda
hacerlo Doris interviene:
—¿Y habéis visto los caballos? De verdad, qué bonitos. Cuando yo era pequeña teníamos caballos. Ah, cómo me gustaba montar —su mirada se pierde en la distancia, y
por un instante me doy cuenta de lo hermosa que debió de ser de joven.
—Y luego, unos días más tarde, llegaba el tren. Siempre al
amanecer.
—Mi padre nos llevaba a la estación a verles descargar. Dios mío, aquello merecía la pena verse. ¡Y luego venía el desfile! Y el olor de los cacahuetes
tostados...
—¡Y de las garrapiñadas!
—¡Y de las manzanas con caramelo, los
helados y la limonada!
—¡Y el serrín que se te metía por la nariz!
—Yo les llevaba el agua a los elefantes —dice McGuinty.
Dejo caer el tenedor y levanto la mirada. Es evidente
que está
henchido de orgullo y espera que las chicas se queden admiradas.
—No es verdad —digo.
Hay un momento de silencio.
—¿Cómo has dicho? —pregunta.
—Tú no les llevabas agua a los elefantes.
—Por supuesto que sí.
—De eso nada.
—¿Me estás llamando mentiroso? —dice con lentitud.
—Si dices que les llevabas agua a los elefantes,
sí.
Las chicas me miran con la boca abierta. El corazón me late con fuerza. Sé que no debería hacer esto, pero no puedo controlarme.
—¡Cómo te atreves! —McGuinty se aferra al borde de la mesa
con sus manos sarmentosas. En sus antebrazos aparecen unos ligamentos tensos.
—Escucha, amigo —le digo—. Llevo décadas oyendo a viejos mamarrachos como tú decir que han llevado agua a los
elefantes, y ahora yo te digo que no es verdad.
—¿Viejo mamarracho? ¿Viejo mamarracho? —McGuinty se levanta con esfuerzo y empuja
su silla de ruedas hacia atrás. Me señala con un dedo nudoso y se desploma como si le
hubiera derrumbado una carga de dinamita. Desaparece bajo el canto de la mesa
con los ojos perplejos y la boca abierta.
—¡Enfermera! ¡Oh, enfermera! —gritan las ancianas damas.
Se escucha el rumor familiar de las suelas de crepé y unos instantes después dos enfermeras levantan a McGuinty de
los brazos. Él
farfulla, haciendo débiles esfuerzos por liberarse de ellas.
Una tercera enfermera, una neumática chica negra vestida de rosa pálido, se planta delante de la mesa con
las manos en las caderas.
—¿Qué demonios pasa aquí? —pregunta.
—Ese viejo H de P me ha llamado mentiroso —dice McGuinty sólidamente reinstaurado en su silla. Se
arregla la camisa, levanta la barbilla entrecana y cruza los brazos delante de
sí—. Y viejo mamarracho.
—Bah, estoy segura de que el señor Jankowski no quería decir eso —dice la chica de rosa.
—Sí que quería decir eso —digo yo—. Y lo es. Pfffff. Que les llevaba el
agua a los elefantes... ¿Tienes la menor idea de la cantidad de agua que bebe
un elefante?
—Vaya, qué cosas —dice Norma frunciendo los labios y
sacudiendo la cabeza—. Le aseguro que no entiendo lo que le ha dado, señor Jankowski.
Ah, vaya, vaya. O sea que así están las cosas.
—¡Es un escándalo! —dice McGuinty inclinándose hacia Norma ahora que sabe que
cuenta con el apoyo popular—. ¡No sé por qué voy a tener que soportar que me llamen mentiroso!
—Y viejo mamarracho —le recuerdo.
—¡Señor Jankowski! —exclama la chica negra levantando la voz.
Se pone detrás de mí y quita los frenos a mi silla de ruedas—. Me parece que tal vez debería pasar algún tiempo en su habitación. Hasta que se tranquilice.
—¡Espere un momento! —grito mientras me aleja de la mesa y me
empuja hacia la puerta—. No necesito tranquilizarme. ¡Y además, no he comido!
—Le llevaré su cena —me dice desde atrás.
—¡No quiero cenar en mi cuarto! ¡Vuelva a llevarme al comedor! ¡No me puede hacer esto!
Pero parece que sí puede. Me empuja por el pasillo a la
velocidad de la luz y gira bruscamente en mi habitación. Tira de los frenos con tanta fuerza
que la silla entera tiembla.
—Voy a volver —digo mientras ella levanta los reposapiés.
—Ni se le ocurra hacer tal cosa —dice colocándomelos pies en el suelo.
—¡No es justo! —digo elevando la voz hasta convertirla en
un lamento—. Llevo
toda la vida sentándome a
esa mesa. Él sólo lleva aquí tres semanas. ¿Por qué se pone todo el mundo de su lado?
—Nadie se pone del lado de nadie —se inclina hacia delante y coloca su
hombro debajo del mío. Cuando me levanta, mi cabeza descansa muy cerca de
la suya. Tiene el cabello desrizado con productos químicos y huele a flores. Al dejarme
sentado en el borde de la cama los ojos me quedan justo a la altura de su pecho
rosa pálido. Y
de la chapa con su nombre.
—Rosemary —digo.
—¿Sí, señor Jankowski? —dice ella.
—Él está mintiendo, ¿sabe?
—Eso yo no lo sé. Y usted tampoco.
—Pero yo sí que lo sé. Yo estuve en el circo.
Parpadea irritada.
—¿Qué quiere decir?
Dudo y me lo pienso mejor.
—No tiene importancia —digo.
—¿Trabajó usted en un circo?
—Ya le he dicho que no tiene importancia.
Durante un instante hay un silencio incómodo.
—El señor McGuinty podría haber resultado gravemente herido, ¿sabe? —dice colocándome las piernas. Trabaja deprisa, con
eficacia, pero sin llegar a resultar mecánica.
—No lo creo. Los abogados son
indestructibles.
Se me queda mirando un buen rato, observándome a mí como persona real. Por un momento me
parece percibir en ella un resquicio. Luego vuelve a ponerse en marcha.
—¿Le llevará su familia al circo este fin de semana?
—Sí, sí —digo con cierto orgullo—. Viene alguien todos los domingos. Como
un reloj.
Desdobla una manta y me la coloca sobre las piernas.
—¿Quiere que le traiga la cena?
—No —digo.
Hay un silencio tenso. Me doy cuenta de que debería haber añadido «gracias», pero ya es demasiado tarde.
—De acuerdo entonces —dice—. Volveré dentro de un rato a ver si necesita
algo.
Ya. Sí, claro. Eso es lo que dicen siempre.
Pero, mira tú por dónde, aquí está.
—Esto no se lo cuente a nadie —dice mientras abre mi mesita plegable y
me la pone sobre las piernas. Coloca en ella una servilleta de papel, un
tenedor de plástico y
un bol de fruta que tiene una pinta realmente apetitosa, con fresas, melón y manzana—. La había traído para cenar. Estoy a dieta. ¿Le gusta la fruta, señor Jankowski?
Le contestaría, pero tengo la mano delante de la boca
y estoy temblando. Manzana, por el amor de Dios.
Me da una palmada en la otra mano y sale del cuarto
ignorando discretamente mis lágrimas.
Me meto un trozo de manzana en la boca y saboreo sus
jugos. La lámpara
fluorescente del techo arroja su áspera luz sobre mis dedos nudosos, que sacan trozos de
fruta del bol. Me parecen de otro. Desde luego no pueden ser míos.
La edad es una ladrona implacable. Justo cuando
empiezas a tomar el pulso a la vida te arranca la fuerza de las piernas y te
encorva la espalda. Produce dolores y enturbia la cabeza y silenciosamente
infesta a tu mujer de cáncer.
Metastásico, dijo el médico. Cuestión de semanas o meses. Pero mi amada era
frágil como un pájaro. Murió nueve días más tarde. Después de sesenta y un años juntos, sencillamente agarró mi mano y expiró.
Aunque hay veces que daría cualquier cosa por tenerla aquí de nuevo, me alegro de que se fuera la
primera.
Perderla fue como si me partieran por la mitad. Ése fue el momento en que todo acabó para mí, y no me habría gustado que ella hubiera pasado por esa
situación. Ser
el que sobrevive es una cagada.
Antes pensaba que prefería envejecer a la alternativa, pero ahora
no estoy tan seguro. A veces la monotonía del bingo, los karaokes y los ancianos
polvorientos aparcados en el pasillo en sus sillas de ruedas me hacen desear la
muerte. Sobre todo cuando recuerdo que yo soy uno de los ancianos polvorientos
archivado como una especie de trasto inservible.
Pero no hay nada que hacer. Lo único que puedo hacer es pasar el rato
hasta que llegue lo inevitable, observando cómo los fantasmas de mi pasado deambulan
por mi presente inane. Se mueven a sus anchas y se sienten como en su casa, básicamente porque no tienen competencia.
He dejado de luchar contra ellos.
En este mismo momento están haciendo lo que quieren.
Poneos cómodos, chicos. Quedaos un rato. Oh, lo siento... Veo
que ya lo habéis
hecho.
Malditos fantasmas.
Continuara =)
Bueno en el próximo capitulo empieza lo verdadera historia, les cuento que va a saltar en el tiempo, cuando vean esta foto, es cuando vuelve al "presente" digamos
lu yo entro desde es cel y con el fondo de0fotos y el color feas letras violetas sin lo negro atrás como en el primer capítulo no puedo leer !!! Cámbialo por fa
ResponderEliminarquise poner de las letras no feas como se escribió es que a veces el diccionario del celular escribe cualquies cosa y no me fije antes de publicar :p
EliminarEs un tierno peter viejíTo ya quiero leer su historia!!! Besos naara
ResponderEliminares verdad yo pude leer pero me costaba la primera oración no para nada porque está como subrayada con negro sí podes hacerlo año todo el texto va a estas bueno y lo voy a poder releer :p naara
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